Me llamo Eduardo y soy padre de dos maravillosos e incansables seres: Lucas, de casi 3 años y Lola, de 15 meses. Sé lo que estaréis pensando, y sí, es duro criar a dos pequeños que tan solo se llevan 19 meses, sobre todo, si intentas hacerlo de una manera respetuosa y positiva para/con tus pequeños.

Intentar cumplir con todos los estándares que nos marcamos a nivel social, cultural, laboral y familiar es extremadamente complicado, en una sociedad que cada día nos empuja más a la celeridad, las prisas, el consumismo, el egoísmo… todo ello conlleva a un desgaste de energía impresionante en cada uno de nosotros y, por supuesto, una repercusión inevitable en nuestros hijos.

La falta de paciencia o de empatía en ciertos momentos, la mala o nula comunicación, la escasez de tiempo «compensado» con regalos que nunca podrán sustituir el afecto que nuestros hijos requieren… todo ello cae en el poso de nuestros hijos e hijas, a quienes enseñamos a socializarse y entender el mundo desde que nacen, a quienes exigimos que aprendan nuestro idioma, costumbres, reglas y normas, pero con quienes pocas veces nos paramos a escucharles activamente, a entenderles y comprender su naturaleza, sus miedos más ocultos o sus verdaderas necesidades emocionales. La mayoría de las veces nos movemos por clichés, por la costumbre popular, por la necesidad de nuestro tiempo y por nuestros impulsos más primarios, sin pararnos a preguntarnos qué habrá realmente detrás de cada pataleta o rabieta de nuestros hijos, qué hay oculto tras los gritos, las lágrimas y las llamadas de atención, qué esconden verdaderamente, en lo más profundo de su interior, bajo las aguas que ocultan más allá de esa pequeña punta del iceberg, que, normalmente, solo son capaces de mostrarnos.

Más allá de consejos y técnicas apropiadas para saber actuar en aquellas situaciones en las que mis hijos consiguen sacarme de quicio (que dicho sea de paso, me han servido de mucha ayuda)el curso de Disciplina Positiva me sirvió para conseguir entender mejor a mis hijos, a comprender su comportamiento, su apasionante y turbulento mundo interior, que lucha por crecer y formarse cada día, adaptándose a nuestra sociedad, a nuestra familia y a ellos mismos. Así, este modelo de crianza, me ha ayudado a reflexionar, a empatizar, a buscar soluciones creativas y eficaces a los problemas, sin causar perdedores ni ganadores, sin imponer soluciones. Me ha enseñado a esforzarme por ser justo, por intentar ver más allá de los actos en sí, procurando ver el mensaje que realmente esconden tras ellos.

Me han recordado que la crianza va más allá de la dicotomía entre bien y mal (o buenos y malos), no todo son castigos y recompensas, ni comparaciones, achaques, amenazas o promesas. La crianza, al menos, aquella que yo quiero para mis hijos y que aprendí a potenciar en el curso, debería basarse en otras cosas: potenciar la creatividad, ayudar al crecimiento de la inteligencia emocional, entender que cada persona es diferente, luchar por mejorar, analizar y analizarse, no proyectar los miedos, observar (que no solo mirar) y escuchar activamente (que no solo oír), participar, pero también saber acompañar, establecer reglas y límites, pero también saber negociar y ceder poder, aprender a ponernos en su piel y dialogar (sin olvidar nuestra posición) empatizando, siempre empatizando, y lo más importante, abrazar, besar, sentir, sentir, sentir… y decir constantemente «te quiero».

Gracias por enseñarme esa otra mirada.